Jacinto entró en aquella tienda solo por curiosidad; no podía
darse el lujo de gastar en nada que no le fuese estrictamente necesario.
Él venía del banco de hacer un balance de sus ahorros y una
modesta inversión, ya que debía reunir una respetable cantidad de dinero, pues
su médico le había dicho que aquella operación quirúrgica, si bien no era
urgente, no podía postergarse indefinidamente. Jacinto no contaba con Seguridad
Social y una intervención en su cansado corazón requería de practicarse en un
hospital privado.
Estaba contento, pues según sus cálculos, en pocas semanas más,
podría ya costear el hospital, toda vez que su cardiólogo le había prometido
esperar unos meses por sus honorarios.
Jacinto veía sin gran interés las cosas inútiles, al menos para
él, que ofertaba aquella tienda, que ahora que lo pensaba, jamás había reparado
antes en ella, pese a ser aquella una de las calles más importantes de la
ciudad…
Y de pronto, la vio… Era una cajita de música como nunca había
visto antes: tallada en alguna madera que parecía muy fina, quizá cerezo, con
incrustaciones de otras maderas que le daban un colorido estupendo, además de
un barniz con un brillo como nunca lo había visto. A la luz de un rayo del sol
que se colaba de lo alto del ventanal de la tienda, arrojaba brillos de un
verde cristalino, o de un rojo intenso, y a veces irisaba cual estrella en el
firmamento. Tales brillos eran provocados por pequeñas piedras incrustadas
magníficamente en la madera, que además ostentaba filos dorados en las orillas.
Y el remate; el detalle que más llamó su atención, era que sobre el prístino
escenario de la cajita, esperaba para bailar, no la clásica muñequita de blanco
tutú, sino una figura masculina, que por su delicado vestuario, se adivinaba
Sigfrido, el personaje masculino de su ballet preferido El Lago de los Cisnes.
Jacinto jamás había bailado, pero era un enamorado espectador del ballet.
Un nuevo brillo hirió sus ojos y le sacó de su ensimismamiento.
Todavía arrobado ante la belleza de aquella cajita, pensó en voz alta: “esas
piedras parecen genuinas”
–Lo son, –dijo una voz detrás de él–. Esmeraldas, rubíes y
diamantes, todos tallados por las manos más expertas, y esos filos dorados,
son, en efecto, oro de 24 quilates. Permítame presentarme: soy el, digamos,
dueño de este lugar. Mi nombre es Ventura.
– ¿Buenaventura? –dijo Jacinto, tratando de adivinar.
–Buenaventura… Malaventura… ¿qué diferencia hay? A veces soy uno,
a veces soy otro.
–Admiraba yo esta preciosidad. Sólo por curiosidad –dijo seguro
que jamás alcanzaría para poseer algo ni siquiera parecido– ¿cuánto vale esta
cajita de música?
–Oh, vale muchísimo. Su valor es casi toda una vida.
–Sí, lo imagino, -dijo tristemente Jacinto.
–Pero he visto ese brillo en su mirada y soy un sentimental… esta
joya es suya. Llévesela.
–Oh, no; jamás podría pagársela…
–No hace falta, es un regalo de la casa.
–No estará hablando en serio; ¿cómo me iba a regalar algo tan
valioso? ¡Ni siquiera me conoce!
–No hace falta. He visto esa mirada, y conocer el fondo de unos
ojos tan sinceros como los suyos, es casi conocer al Hombre. Además, un trabajo
como este no lo paga el dinero. Llévesela, es suya.
Jacinto salió con inefable gozo llevando aquella cajita musical
bajo su brazo, sin acabar de bendecir al señor Ventura. Tan pronto llegó a casa
la abrió y le dio cuerda. De inmediato comenzó a sonar una exquisita melodía
que no reconoció, pero que le recordaba a muchos fragmentos de la música que él
había admirado toda su vida. Ese pequeño fragmento de sonido argentino,
contenía todo su universo musical, y al ver valsar a aquel muñeco, le produjo
una felicidad exultante, y pronto comenzó a imaginar que él era aquel, y que
bailaba en los escenarios más fastuosos del planeta, y dio cuerda a la cajita
una y otra, y otra vez. Fue una orgía de baile y música de toda la noche.
Al día siguiente la autopsia reveló que había muerto de
agotamiento, parecía, según el forense, que hubiera bailado toda la noche.
Aquella misma mañana la misteriosa cajita musical, aquella de las
incrustaciones de diamantes, maderas preciosas y oro, se exhibía de nuevo en
los anaqueles de aquella misteriosa tienda. Sólo que esta vez, quien esperaba
la música arriba de ella, no era un bailarín, sino un patinador sobre un
sugerente hielo ficticio.
Germán, entró en la tienda apoyado en su bastón. Sin saber por
qué, recordó que siempre había ansiado saber patinar, pero en su tierra no
solía nevar, así que nunca lo pudo experimentar, pero era asiduo consumidor de
todas aquellas películas en donde patinar era el meollo del asunto…
Y de pronto, la vio…
Genial
ResponderEliminarGracias Maestro Consuelo
Gracias por su comentario. Jesús Consuelo.
EliminarFinal sorprendente,algo que siempre es muy grato leer.
ResponderEliminarGracias