miércoles, 21 de enero de 2015

La Cajita de Música. Jesús Consuelo




Jacinto entró en aquella tienda solo por curiosidad; no podía darse el lujo de gastar en nada que no le fuese estrictamente necesario.

Él venía del banco de hacer un balance de sus ahorros y una modesta inversión, ya que debía reunir una respetable cantidad de dinero, pues su médico le había dicho que aquella operación quirúrgica, si bien no era urgente, no podía postergarse indefinidamente. Jacinto no contaba con Seguridad Social y una intervención en su cansado corazón requería de practicarse en un hospital privado.

Estaba contento, pues según sus cálculos, en pocas semanas más, podría ya costear el hospital, toda vez que su cardiólogo le había prometido esperar unos meses por sus honorarios.

Jacinto veía sin gran interés las cosas inútiles, al menos para él, que ofertaba aquella tienda, que ahora que lo pensaba, jamás había reparado antes en ella, pese a ser aquella una de las calles más importantes de la ciudad…

Y de pronto, la vio… Era una cajita de música como nunca había visto antes: tallada en alguna madera que parecía muy fina, quizá cerezo, con incrustaciones de otras maderas que le daban un colorido estupendo, además de un barniz con un brillo como nunca lo había visto. A la luz de un rayo del sol que se colaba de lo alto del ventanal de la tienda, arrojaba brillos de un verde cristalino, o de un rojo intenso, y a veces irisaba cual estrella en el firmamento. Tales brillos eran provocados por pequeñas piedras incrustadas magníficamente en la madera, que además ostentaba filos dorados en las orillas. Y el remate; el detalle que más llamó su atención, era que sobre el prístino escenario de la cajita, esperaba para bailar, no la clásica muñequita de blanco tutú, sino una figura masculina, que por su delicado vestuario, se adivinaba Sigfrido, el personaje masculino de su ballet preferido El Lago de los Cisnes. Jacinto jamás había bailado, pero era un enamorado espectador del ballet.

Un nuevo brillo hirió sus ojos y le sacó de su ensimismamiento. Todavía arrobado ante la belleza de aquella cajita, pensó en voz alta: “esas piedras parecen genuinas”

–Lo son­, –dijo una voz detrás de él–. Esmeraldas, rubíes y diamantes, todos tallados por las manos más expertas, y esos filos dorados, son, en efecto, oro de 24 quilates. Permítame presentarme: soy el, digamos, dueño de este lugar. Mi nombre es Ventura.

– ¿Buenaventura? –dijo Jacinto, tratando de adivinar.

–Buenaventura… Malaventura… ¿qué diferencia hay? A veces soy uno, a veces soy otro.

–Admiraba yo esta preciosidad. Sólo por curiosidad –dijo seguro que jamás alcanzaría para poseer algo ni siquiera parecido– ¿cuánto vale esta cajita de música?

–Oh, vale muchísimo. Su valor es casi toda una vida.

–Sí, lo imagino, -dijo tristemente Jacinto.

–Pero he visto ese brillo en su mirada y soy un sentimental… esta joya es suya. Llévesela.

–Oh, no; jamás podría pagársela…

–No hace falta, es un regalo de la casa.

–No estará hablando en serio; ¿cómo me iba a regalar algo tan valioso? ¡Ni siquiera me conoce!

–No hace falta. He visto esa mirada, y conocer el fondo de unos ojos tan sinceros como los suyos, es casi conocer al Hombre. Además, un trabajo como este no lo paga el dinero. Llévesela, es suya.

Jacinto salió con inefable gozo llevando aquella cajita musical bajo su brazo, sin acabar de bendecir al señor Ventura. Tan pronto llegó a casa la abrió y le dio cuerda. De inmediato comenzó a sonar una exquisita melodía que no reconoció, pero que le recordaba a muchos fragmentos de la música que él había admirado toda su vida. Ese pequeño fragmento de sonido argentino, contenía todo su universo musical, y al ver valsar a aquel muñeco, le produjo una felicidad exultante, y pronto comenzó a imaginar que él era aquel, y que bailaba en los escenarios más fastuosos del planeta, y dio cuerda a la cajita una y otra, y otra vez. Fue una orgía de baile y música de toda la noche.

Al día siguiente la autopsia reveló que había muerto de agotamiento, parecía, según el forense, que hubiera bailado toda la noche.

Aquella misma mañana la misteriosa cajita musical, aquella de las incrustaciones de diamantes, maderas preciosas y oro, se exhibía de nuevo en los anaqueles de aquella misteriosa tienda. Sólo que esta vez, quien esperaba la música arriba de ella, no era un bailarín, sino un patinador sobre un sugerente hielo ficticio.

Germán, entró en la tienda apoyado en su bastón. Sin saber por qué, recordó que siempre había ansiado saber patinar, pero en su tierra no solía nevar, así que nunca lo pudo experimentar, pero era asiduo consumidor de todas aquellas películas en donde patinar era el meollo del asunto…

Y de pronto, la vio…





3 comentarios:

  1. Genial

    Gracias Maestro Consuelo

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    1. Gracias por su comentario. Jesús Consuelo.

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  2. Final sorprendente,algo que siempre es muy grato leer.

    Gracias

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