domingo, 9 de noviembre de 2014

El retrato (Mi viaje) Miguel Velasco

El retrato (Mi viaje)


El retrato de esa mujer lo acompañó hasta su última página, en la que se preguntó en silencio mirando su fotografía, y muchas sin estar frente a ella, “¿Qué será de ti?...”

En aquel retrato todos miraban el perfil de una hermosa mujer, pero había más: el amor profundo del hombre que captó ese momento, el que sólo pasa una vez, el que llamamos “el amor de mi vida”.   

Hablar de ella no es hablar de compañía, porque la compañía se provoca, se toca, incluso se ama fugazmente pero la magia del amor verdadero no se repite y el mago jamás se olvida. Entonces comienza una búsqueda en la que el enamorado pretende sentir lo que fue, una pesquisa inútil y casi obsesiva en la que se aferra a la fantasía dotando de virtudes a quien no las tiene en un afán por repetir lo que anhela. Así las manos y los sentimientos tratan de moldear en otras personas lo que vivió, y por un tiempo se obtiene algo parecido, pero el enamorado sabe, porque lo siente, que no es lo mismo, que no es igual. Los unicornios no existen, y si es que existen, sólo se tocan una vez y eso le pasa únicamente a algunos.   

Esa es la historia de mi padre: la de quien encontró una mano que le volvió la cara al cielo, la de quien le tocó tan profundamente el cuerpo que se devoró su corazón, la de un ser que no necesitaba hablar de luz porque la luz emanaba de ella, una luz que cocinaba omelettes, recogía perros en las calles hasta llegar a ser dos enamorados y ocho sinvergüenzas, pero sobre todo la de una mujer que sensibilizó el corazón de un hombre al acariciarle el rostro a una anciana indígena en el mercado de Chilapa, meter su mano pequeña dentro de las fauces de un perro para salvarle la vida de ahogarse con un hueso, y de quien vestía con orgullo un huipil para asistir a cenas de etiqueta.  

Sí, esa mujer le causó lágrimas gruesas a la que me dio la vida, pero no más de las que se hubieran formado con los nubarrones de las diferencias, porque el error no es separarse, es permanecer juntos intentando lo imposible, damnificando las ilusiones hasta caminar mirando al suelo tratando de responderse la vida a diario. El error no es cometer un error sino permanecer en él, y mi padre no lo cometió.   

Por un tiempo fui enemigo de esa mujer en mi guerra infantil, una que pronto perdí ante la dulzura de su voz, su belleza sublime y su disposición incansable por hacerme sentir parte de ellos. No recuerdo cuándo me deshice del rencor, tal vez cuando preparamos emparedados de queso manchego con mermelada de zarzamora en pan de centeno, los empacamos en una cesta de mimbre con la que llegamos hasta las piedras volcánicas de la UNAM con cinco perros y dos enamorados que se tocaban, se expresaban su cariño a besos mientras me platicaban de sus viajes mágicos a Oaxaca. Tal vez fue ese día de campo en la ciudad o quizá cuando sacaba su rostro del auto en medio de la carretera para dejarse acariciar por la vida, no sé, lo que recuerdo agradecido es mirar a un hombre pleno tomado de la mano de una mujer, de su compañera -como la llamaba-, y de volver sobre sus piernas hasta quedarme dormido y despertar en la cama rodeado de perros negros, blancos y marrones. A partir de ella todas fueron bautizadas de “compañeras” porque la ilusión es traicionera; la nostalgia nos traiciona con utopía.    

Esos fueron los años más plenos de mi padre, años en los que a partir del amor se construyó como un hombre de lucha, una lucha que no se detuvo jamás porque cuando uno es tocado por el amor no se limita, porque el amor nos mueve y entonces uno planea un camino más largo sin temor ni cansancio.   

Aquella foto pasó de pared en pared otoño tras otoño siendo parte de mi vida y motivo de las pláticas silenciosas que teníamos mi padre y yo. No era necesario decirnos algo: la vida cambió desde su partida y ambos lo sentíamos y nos preguntábamos a menudo, “¿Qué será de ella?” ¿Qué será de esa persona colmada de atrevimiento, de amor y de entrega?

Nosotros jamás nos prometimos nada porque las promesas se olvidan. Mi padre y yo no necesitábamos de ningún acuerdo para entender lo que teníamos que hacer uno por el otro y así fue siempre. Esta noche inicio un viaje que él quiso hacer siempre: buscar a la mujer del retrato, encontrarla para agradecerle lo que se debe agradecer, la vida, la plenitud.

No sé por dónde comenzaré, no sé de ella hace muchos años y salir a las calles gritando “¡Compañera!” no es una opción aunque estoy seguro que sabría de inmediato que la están llamando, porque es la única compañera que no fue compañía, no lo fue porque en el futuro que sucedió después siempre estuvo presente su pasado, porque en el presente nunca nos separamos completamente de ella y porque en la vida cotidiana ambos nos preguntábamos cómo habría sido a su lado.       

Nuestros muertos nos dejan una labor, un viaje; el mío empieza hoy. Nuestros muertos nos entregan un legado, una herencia y mi herencia es tratar de amar así, conectarme con la vida así, porque un amor como el suyo tiene derecho a todo, un amor así tiene el derecho supremo de abandonar y olvidarse del mundo para construir su universo y yo revolví sus estrellas quietas una noche. El amor de ese hombre por mí se impuso sobre el amor de su vida y hoy lo entiendo: mi deber es ayudarlo a cerrar ese círculo, concluir la historia y decirle tocando su rostro como ella lo hacia con las ancianas de los pueblos: “Gracias, contigo nació un hombre que murió hace unos días, un hombre que siempre te amó practicando lo que sembraste en él. Toma tu foto, tú la debes tener. ¿Me harías un emparedado de queso manchego con zarzamora en pan de centeno? Me serviría mucho en este momento. ¿Aún bailas ballet?”…  

Comienza este viaje.

Con amor,
El Viajero de Abril.  












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