Por Miguel de Cervantes
Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está. ¡Oh, hijo!, atento a este tu Catón, que quiere aconsejarte, y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto de este mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones.
Primeramente, ¡oh, hijo!, has de temer a Dios; porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada.
Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte, como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.
Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso, que pecador soberbio. Innumerables son aquellos que de baja estirpe nacidos han subido a la suma dignidad pontificia o imperatoria; y de esta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran.
Mira, Sancho, si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen príncipes y señores; porque la sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.
Siendo esto así, como lo es, que si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus parientes, no lo deseches ni le afrentes, antes lo has de acoger, agasajar y regalar, que con esto satisfarás al cielo, que gusta que nadie le desprecie de lo que él hizo, y corresponderás a lo que debes a la naturaleza bien concertada.
Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida, con los ignorantes que presumen de agudos.
Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico.
Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, por entre los sollozos e importunidades del pobre.
Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.
Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.
Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún enemigo tuyo, aparta las mientes de tu injuria, y ponlas en la verdad del caso.
No te ciegue la pasión propia en la causa ajena; que los yerros que en ella hicieres, las más veces serán sin remedio, y si le tuviere, será a costa de tu crédito y aún de tu hacienda.
Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera despacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros.
Al que has de castigar con obras, no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones.
Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción, considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y, en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstrate piadoso y clemente; porque aunque los tributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea, a nuestro ver, el de la misericordia que el de la justicia.
Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible; casarás tus hijos como quieres; títulos tendrán ellos y tus nietos; vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y, en los últimos pasos de la vida, te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos."
Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está. ¡Oh, hijo!, atento a este tu Catón, que quiere aconsejarte, y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto de este mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones.
Primeramente, ¡oh, hijo!, has de temer a Dios; porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada.
Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte, como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.
Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso, que pecador soberbio. Innumerables son aquellos que de baja estirpe nacidos han subido a la suma dignidad pontificia o imperatoria; y de esta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran.
Mira, Sancho, si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen príncipes y señores; porque la sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.
Siendo esto así, como lo es, que si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus parientes, no lo deseches ni le afrentes, antes lo has de acoger, agasajar y regalar, que con esto satisfarás al cielo, que gusta que nadie le desprecie de lo que él hizo, y corresponderás a lo que debes a la naturaleza bien concertada.
Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida, con los ignorantes que presumen de agudos.
Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico.
Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, por entre los sollozos e importunidades del pobre.
Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.
Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.
Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún enemigo tuyo, aparta las mientes de tu injuria, y ponlas en la verdad del caso.
No te ciegue la pasión propia en la causa ajena; que los yerros que en ella hicieres, las más veces serán sin remedio, y si le tuviere, será a costa de tu crédito y aún de tu hacienda.
Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera despacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros.
Al que has de castigar con obras, no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones.
Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción, considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y, en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstrate piadoso y clemente; porque aunque los tributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea, a nuestro ver, el de la misericordia que el de la justicia.
Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible; casarás tus hijos como quieres; títulos tendrán ellos y tus nietos; vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y, en los últimos pasos de la vida, te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos."
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