Cuando concluí la educación primaria, sólo recordaba apodos como bola, gordo o globo, todos ellos ganados a pulso en cada gramo de papitas fritas y refresco consumidos en el recreo y frente al televisor en una infancia encerrado en casa lidiando con el divorcio de mis padres.
Al llegar a la secundaria dormía dieciocho horas diarias y en el último de ellos desperté esbelto, con el rostro afilado y la voz engrosada. El que aparecía en el espejo me era un extraño pero más aún el que recibía llamadas, invitaciones y cartas perfumadas escritas sobre papel de grueso algodón preguntándome: ¿Quieres ser mi novio?
Incrédulo como todo ex-gordo lo sería, yo reculaba, negaba lo que era y escondía mi delgadez en playeras amplias hasta el día que alguien sin carta me pidió quitármela.
Después dejé la escuela, me invite al exceso y me fui para Acapulco. Ahí conocí mujeres sin nombre, cuerpos sin censura y deseos más que pasionales, de rebeldía: ¿Qué pasión sexual se puede tener cierta a los diecinueve años?
Aquello conocido por otros para mí era novedad. El anhelo de acumular se convirtió en obsesión al grado de numerar las ocasiones nombrándolas: la 30, la 55 o la 60.
Sin darme cuenta, en ese afán de mí, un número especial se presentó convirtiéndose en nombre, rostro y sobre todo alma: Elena, dijo ella; Miguel, contesté yo en la primera ocasión. Hasta esa noche nunca había tenido ganas de repetir rostro y nombre para mi récord. Eso me gustó, indagar por toda la Costera dónde estaba, si regresaría y si de regresar lo haría conmigo. La investigación terminó en una playa rodeado de gente bebiendo hasta el punto de olvidar lo buscado y disfrutar lo hallado numérico.
Por la noche, dispuesto a seguir sumando autoestima a la de mi infancia ya olvidada, me dejaba buscar por los deseos extrapolados de alcohol dando de golpe con ella frente a mí: ¡Hola! Fue suficiente para dejarme llevar de nuevo al ritmo que me mercaban sin pedir nada más que platicar. En ese engagement no hubo de por medio una minifalda ni un halter, y menos un maquillaje excesivo, tan sólo oír que en inglés no hay forma de definir soledad ni con alone ni con lonly y que describirla como lo hace José Alfredo Jiménez es algo que los gringos no tienen en ningún intérprete sajón.
Así quedé prendido de la admiración pasando de lado el deseo y descubriendo que sentir es diferente: Sentir es cuando ella te dice, Ya me cansé de hablar ¿Me vas a besar o no?
Siempre había disfrutado los besos numéricos, el de la 20 mejor que el de la 11 y el de la 30 asqueroso con la lengua en mis muelas, pero nunca había sentido que un beso te podía dar más que ego, afecto.
Sus vacaciones llegaron a un fin y a las mías les restaba todo el verano. Cuando se fue no sentí nada salvo ganas de ir a la playa y hacer lo mismo que siempre hacia, sumar más números. Hasta una noche que me dejaba llevar por el mood sin encontrar ojos que me miraran; sólo veía a alguien viéndome y yo a ella. Esa noche por primera vez supe que se podía extrañar un beso, que se podía recorrer un cuerpo en la memoria y que se podía dejar la suma por un negativo en burlón cero de los demás. Felizmente volví a mi cama en el suelo pensando en Elena.
Pasaron los meses y mi juventud de exceso estaba complacida; lo que en la niñez fui estaba muy lejos de lo que a mis órdenes me otorgaba la juventud perene en apariencia. Elena no estaba en ningún lado de mí: ni en la memoria, ni en la comida, ni en las ocasiones, sólo estaba ahí, indetectable hasta el día que invitado por un Oso fui a uno más de los eventos numéricos donde a la tercera copa me puse a recorrer el lugar: Esa amazona en la foto me era conocida y la pregunta al llegar de ¿Quién es Miguel? tomó sentido.
La vida se burla fácil de un acumulador cuando se le da la gana. De mí se río a carcajadas poniéndome de frente a alguien que anhelaba pero no lo sabía y de la mano de su novio: Hola, hola, hola… pasó repartiendo besos a los invitados en su casa y terminó en mí: Qué tal, ¿cómo están? Preguntó en sano plural.
Los días pasaron y para mí tomaron un nombre: todos se llamaban Elena. Elena en la comida, en la televisión y en el track list de la semana.
Sin fecha ni agenda se repitió el evento numérico; en aquella ocasión ella estaba sin el novio y yo dispuesto a no acordarme de él. Todos se marcharon a un antro y ella me pidió quedarme; lo dudé, como todo parrandero juro que estuve a punto de subirme a la camioneta y largarme al Bandasha pero no, el destino me retaba a sentir y me quedé.
No sé ni tengo idea del tiempo o la charla, tan sólo recuerdo mis manos sudando e inseguras quitándole la camisa a Elena, la mujer cero, la primera que me hacia mezclar el deseo y el afecto, la primera que atestiguado por los osos, venados y felinos cazados por su padre me hacía sentir ternura de tocar, ganas de hacerle sentir y vibraciones de la punta del dedo chiquito del pie hasta el gallo parado en la cabeza.
Para ella yo era un número y para mí un descubrimiento; para ella yo era el bonus track y para mí el sencillo del compilado; para mí no fue fácil y para ella fue simple. Al vestirme no dejaba de mirarla y ella al hacerlo no dejaba de fumar. Para mí fue algo nuevo y para ella algo novedoso.
Así entregue mi corazón a una mujer apasionada en busca de libertad y yo ofrecía el alma a una mujer en busca de probar su sexualidad. Así entregué yo el sentimiento y ella entregaba el placer que confundí arbitrariamente con: tenemos algo ¿cierto?
La distancia social entre ella y yo era digna de una canción de José Alfredo Jiménez pero yo no escribía ni la lista del super, así que sólo dejaba ir por vez primera la pluma descifrando sentimientos.
Ella vino varias veces y yo me fui con ella en la última vez que la vi. Pasaron años sin que mi cuerpo tuviera ganas de acumular victimas de mis seducciones y me entregué al extrañar, a ese sentimiento que todo lo ganado en autoestima numérica se disolvió concentrándose en un resultado de Pi.
De vez en cuando me permití besar en busca de la dueña de la zapatilla de cristal sin encontrar a quien le ajustaran mis labios. Nadie me podía decir la diferencia de lonly y alone, nadie me sorprendía con un ensayo hablado de la lírica visceral de José Alfredo y su hijo del pueblo.
Anhelaba saber ¿qué fue de ella? Deseaba encontrarla infelizmente divorciada, exigiendo quien la oyera.
Nunca sucedió y en el inter me convencí de que construir ese sentimiento era posible. Así que me di a la labor de encontrar a quien se dejara moldear; alguien especial que me dio y le di un estudiado resultado matemático de su pasado y el mío sumado, dividido y sacándole raíz cuadrada hasta dejarlo ad hoc. Así me hice a la mar abandonando el puerto de las posibilidades para navegar hasta la isla que llamaríamos: Vida.
Al llegar todo fue hermoso, la aventura del viaje tuvo dolor, placer y enseñanza, pero un set siempre será un engaño puesto para una toma y al decir ¡corte! cada quien irá a su posición real; al lado que le pertenece de la cama.
Diez años después a mi isla llegó Facebook y traía un mensaje de Elena: Hello, ¿Cómo has estado? Y diez años después la foto de su perfil me miraba, no me veía. Diez años después, seguro de lo que amaba, del set, de la difícil ecuación, me fui a la playa de mi isla y le solté los amarres al abandonado velero.
El viaje fue culposo siempre, intenso y muy breve, sin pasiones desbordadas. El viaje tenía programado el GPS de regreso y la culpa sería enmendada por el respeto al tiempo y la entrega. El viaje no sería heroico sino necesario; sería tan sólo para ir en busca de mi alma y regresar con ella a la isla.
Y así fue, tan sólo partí y regresé. No sentí nada en otro lado y la pena por el dolor extraño para mí de Elena me embargaba como me embargaría el de cualquier otro extraño.
Lo cierto es que al volver hallaba sirenas y más sirenas en la ruta y ninguna me distraía: Quería volver, elevar las velas del velero al estar en mi playa y dejarlo perderse sin mí en la mar para no zarpar nunca, jamás.
Todo fue así, hasta una noche que el Sol duró veinticuatro horas, una extraña noche que no buscaba nada pero mirando lo ordinario topé con lo extraordinario. Algo indescifrable aún para mis altas y estudiadas matemáticas, algo que no suma ni resta ni divide ni multiplica, tan sólo me invita, me contiene como nunca lo he hecho y me llama presuroso a arrebatar lo de alguien. Un centro del universo que ordena a sentir y yo, yo no quiero sentir porque cada vez que este Tipo de Abril siente, se para en la playa y mira al mar sabiendo que no tiene velero ya.
Mi lujuria, mi única lujuria es creer que se puede cruzar a brazo lo inclemente del mar en un día soleado sin hacerle daño a nadie y sin ahogarme en el intento ni hacer que el Sol baje por mí dejando ocre el anhelo de otras playas.
Lo único seguro del Tipo de Abril, es que no le teme a nada, ni a él mismo; tan sólo sabe que la vida sin sentir, la vida sin vivir es un aparador que muestra la escena que uno quiere enseñar pero eso, eso no le sirve a nadie.
Lo que al corazón le ordenan, lo que el razonamiento no niega ni explica, entonces eso es lo que es. Y si en ello peco, regresaré al purgatorio con el libro de Dante bajo el brazo para leerle a otros que sin pensarlo, se entregaron pecadores al sentimiento.
Saludos.
El Tipo de Abril.
AUTORIZACIÓN:
Miguel:
Tengo un blog donde he venido publicando sólo cosas excelentes, lo mejor que he encontrado en Internet. Se llama VALE LA PENA.
Me gustó tu texto, me gustó mucho y te felicito. Coincido con Gabriela en que quienes se deberían ir al infierno deberían ser los no pecadores.
Sostengo que una vida ha de ser para vivirla intensamente, tocando la vida de quienes están a tu alrededor.
Pasar por la vida como espectador, no como protagonista, no es vida.
¿Me autorizas a reproducir tu nota, obvio, dándote el crédito como autor?
José Manuel Gómez Porchini
Miguel Velasco Lazcano El 28 de noviembre a las 12:01
Estimado José, primero agradecerte la amabilidad de tu lectura y tus comentarios siempre ciertos para mí.
Por favor, ten la libertad de tomar lo que gustes para tu blog; para mí es un honor.
Un fuerte abrazo.
Miguel Velasco Lazcano
Enlace:
http://www.facebook.com/posted.php?id=100000335666305&share_id=184470436644&comments=1#/note.php?note_id=221148588851
Al llegar a la secundaria dormía dieciocho horas diarias y en el último de ellos desperté esbelto, con el rostro afilado y la voz engrosada. El que aparecía en el espejo me era un extraño pero más aún el que recibía llamadas, invitaciones y cartas perfumadas escritas sobre papel de grueso algodón preguntándome: ¿Quieres ser mi novio?
Incrédulo como todo ex-gordo lo sería, yo reculaba, negaba lo que era y escondía mi delgadez en playeras amplias hasta el día que alguien sin carta me pidió quitármela.
Después dejé la escuela, me invite al exceso y me fui para Acapulco. Ahí conocí mujeres sin nombre, cuerpos sin censura y deseos más que pasionales, de rebeldía: ¿Qué pasión sexual se puede tener cierta a los diecinueve años?
Aquello conocido por otros para mí era novedad. El anhelo de acumular se convirtió en obsesión al grado de numerar las ocasiones nombrándolas: la 30, la 55 o la 60.
Sin darme cuenta, en ese afán de mí, un número especial se presentó convirtiéndose en nombre, rostro y sobre todo alma: Elena, dijo ella; Miguel, contesté yo en la primera ocasión. Hasta esa noche nunca había tenido ganas de repetir rostro y nombre para mi récord. Eso me gustó, indagar por toda la Costera dónde estaba, si regresaría y si de regresar lo haría conmigo. La investigación terminó en una playa rodeado de gente bebiendo hasta el punto de olvidar lo buscado y disfrutar lo hallado numérico.
Por la noche, dispuesto a seguir sumando autoestima a la de mi infancia ya olvidada, me dejaba buscar por los deseos extrapolados de alcohol dando de golpe con ella frente a mí: ¡Hola! Fue suficiente para dejarme llevar de nuevo al ritmo que me mercaban sin pedir nada más que platicar. En ese engagement no hubo de por medio una minifalda ni un halter, y menos un maquillaje excesivo, tan sólo oír que en inglés no hay forma de definir soledad ni con alone ni con lonly y que describirla como lo hace José Alfredo Jiménez es algo que los gringos no tienen en ningún intérprete sajón.
Así quedé prendido de la admiración pasando de lado el deseo y descubriendo que sentir es diferente: Sentir es cuando ella te dice, Ya me cansé de hablar ¿Me vas a besar o no?
Siempre había disfrutado los besos numéricos, el de la 20 mejor que el de la 11 y el de la 30 asqueroso con la lengua en mis muelas, pero nunca había sentido que un beso te podía dar más que ego, afecto.
Sus vacaciones llegaron a un fin y a las mías les restaba todo el verano. Cuando se fue no sentí nada salvo ganas de ir a la playa y hacer lo mismo que siempre hacia, sumar más números. Hasta una noche que me dejaba llevar por el mood sin encontrar ojos que me miraran; sólo veía a alguien viéndome y yo a ella. Esa noche por primera vez supe que se podía extrañar un beso, que se podía recorrer un cuerpo en la memoria y que se podía dejar la suma por un negativo en burlón cero de los demás. Felizmente volví a mi cama en el suelo pensando en Elena.
Pasaron los meses y mi juventud de exceso estaba complacida; lo que en la niñez fui estaba muy lejos de lo que a mis órdenes me otorgaba la juventud perene en apariencia. Elena no estaba en ningún lado de mí: ni en la memoria, ni en la comida, ni en las ocasiones, sólo estaba ahí, indetectable hasta el día que invitado por un Oso fui a uno más de los eventos numéricos donde a la tercera copa me puse a recorrer el lugar: Esa amazona en la foto me era conocida y la pregunta al llegar de ¿Quién es Miguel? tomó sentido.
La vida se burla fácil de un acumulador cuando se le da la gana. De mí se río a carcajadas poniéndome de frente a alguien que anhelaba pero no lo sabía y de la mano de su novio: Hola, hola, hola… pasó repartiendo besos a los invitados en su casa y terminó en mí: Qué tal, ¿cómo están? Preguntó en sano plural.
Los días pasaron y para mí tomaron un nombre: todos se llamaban Elena. Elena en la comida, en la televisión y en el track list de la semana.
Sin fecha ni agenda se repitió el evento numérico; en aquella ocasión ella estaba sin el novio y yo dispuesto a no acordarme de él. Todos se marcharon a un antro y ella me pidió quedarme; lo dudé, como todo parrandero juro que estuve a punto de subirme a la camioneta y largarme al Bandasha pero no, el destino me retaba a sentir y me quedé.
No sé ni tengo idea del tiempo o la charla, tan sólo recuerdo mis manos sudando e inseguras quitándole la camisa a Elena, la mujer cero, la primera que me hacia mezclar el deseo y el afecto, la primera que atestiguado por los osos, venados y felinos cazados por su padre me hacía sentir ternura de tocar, ganas de hacerle sentir y vibraciones de la punta del dedo chiquito del pie hasta el gallo parado en la cabeza.
Para ella yo era un número y para mí un descubrimiento; para ella yo era el bonus track y para mí el sencillo del compilado; para mí no fue fácil y para ella fue simple. Al vestirme no dejaba de mirarla y ella al hacerlo no dejaba de fumar. Para mí fue algo nuevo y para ella algo novedoso.
Así entregue mi corazón a una mujer apasionada en busca de libertad y yo ofrecía el alma a una mujer en busca de probar su sexualidad. Así entregué yo el sentimiento y ella entregaba el placer que confundí arbitrariamente con: tenemos algo ¿cierto?
La distancia social entre ella y yo era digna de una canción de José Alfredo Jiménez pero yo no escribía ni la lista del super, así que sólo dejaba ir por vez primera la pluma descifrando sentimientos.
Ella vino varias veces y yo me fui con ella en la última vez que la vi. Pasaron años sin que mi cuerpo tuviera ganas de acumular victimas de mis seducciones y me entregué al extrañar, a ese sentimiento que todo lo ganado en autoestima numérica se disolvió concentrándose en un resultado de Pi.
De vez en cuando me permití besar en busca de la dueña de la zapatilla de cristal sin encontrar a quien le ajustaran mis labios. Nadie me podía decir la diferencia de lonly y alone, nadie me sorprendía con un ensayo hablado de la lírica visceral de José Alfredo y su hijo del pueblo.
Anhelaba saber ¿qué fue de ella? Deseaba encontrarla infelizmente divorciada, exigiendo quien la oyera.
Nunca sucedió y en el inter me convencí de que construir ese sentimiento era posible. Así que me di a la labor de encontrar a quien se dejara moldear; alguien especial que me dio y le di un estudiado resultado matemático de su pasado y el mío sumado, dividido y sacándole raíz cuadrada hasta dejarlo ad hoc. Así me hice a la mar abandonando el puerto de las posibilidades para navegar hasta la isla que llamaríamos: Vida.
Al llegar todo fue hermoso, la aventura del viaje tuvo dolor, placer y enseñanza, pero un set siempre será un engaño puesto para una toma y al decir ¡corte! cada quien irá a su posición real; al lado que le pertenece de la cama.
Diez años después a mi isla llegó Facebook y traía un mensaje de Elena: Hello, ¿Cómo has estado? Y diez años después la foto de su perfil me miraba, no me veía. Diez años después, seguro de lo que amaba, del set, de la difícil ecuación, me fui a la playa de mi isla y le solté los amarres al abandonado velero.
El viaje fue culposo siempre, intenso y muy breve, sin pasiones desbordadas. El viaje tenía programado el GPS de regreso y la culpa sería enmendada por el respeto al tiempo y la entrega. El viaje no sería heroico sino necesario; sería tan sólo para ir en busca de mi alma y regresar con ella a la isla.
Y así fue, tan sólo partí y regresé. No sentí nada en otro lado y la pena por el dolor extraño para mí de Elena me embargaba como me embargaría el de cualquier otro extraño.
Lo cierto es que al volver hallaba sirenas y más sirenas en la ruta y ninguna me distraía: Quería volver, elevar las velas del velero al estar en mi playa y dejarlo perderse sin mí en la mar para no zarpar nunca, jamás.
Todo fue así, hasta una noche que el Sol duró veinticuatro horas, una extraña noche que no buscaba nada pero mirando lo ordinario topé con lo extraordinario. Algo indescifrable aún para mis altas y estudiadas matemáticas, algo que no suma ni resta ni divide ni multiplica, tan sólo me invita, me contiene como nunca lo he hecho y me llama presuroso a arrebatar lo de alguien. Un centro del universo que ordena a sentir y yo, yo no quiero sentir porque cada vez que este Tipo de Abril siente, se para en la playa y mira al mar sabiendo que no tiene velero ya.
Mi lujuria, mi única lujuria es creer que se puede cruzar a brazo lo inclemente del mar en un día soleado sin hacerle daño a nadie y sin ahogarme en el intento ni hacer que el Sol baje por mí dejando ocre el anhelo de otras playas.
Lo único seguro del Tipo de Abril, es que no le teme a nada, ni a él mismo; tan sólo sabe que la vida sin sentir, la vida sin vivir es un aparador que muestra la escena que uno quiere enseñar pero eso, eso no le sirve a nadie.
Lo que al corazón le ordenan, lo que el razonamiento no niega ni explica, entonces eso es lo que es. Y si en ello peco, regresaré al purgatorio con el libro de Dante bajo el brazo para leerle a otros que sin pensarlo, se entregaron pecadores al sentimiento.
Saludos.
El Tipo de Abril.
AUTORIZACIÓN:
Miguel:
Tengo un blog donde he venido publicando sólo cosas excelentes, lo mejor que he encontrado en Internet. Se llama VALE LA PENA.
Me gustó tu texto, me gustó mucho y te felicito. Coincido con Gabriela en que quienes se deberían ir al infierno deberían ser los no pecadores.
Sostengo que una vida ha de ser para vivirla intensamente, tocando la vida de quienes están a tu alrededor.
Pasar por la vida como espectador, no como protagonista, no es vida.
¿Me autorizas a reproducir tu nota, obvio, dándote el crédito como autor?
José Manuel Gómez Porchini
Miguel Velasco Lazcano El 28 de noviembre a las 12:01
Estimado José, primero agradecerte la amabilidad de tu lectura y tus comentarios siempre ciertos para mí.
Por favor, ten la libertad de tomar lo que gustes para tu blog; para mí es un honor.
Un fuerte abrazo.
Miguel Velasco Lazcano
Enlace:
http://www.facebook.com/posted.php?id=100000335666305&share_id=184470436644&comments=1#/note.php?note_id=221148588851
No hay comentarios:
Publicar un comentario