“Las Maletas”
Por allá, en el lejano ochenta, viajé con mis padres al Caribe, teniendo en la ruta una parada en Puerto Príncipe, Haití. En realidad no recuerdo mucho de aquel viaje, pues mi memoria estaba aún en ciernes.
Una de las pocas cosas que recuerdo de aquella aventura marítima, tan vívida como si hoy mismo estuviese allí, es a una señora solicitando al capitán poder desembarcar primero, y retener al resto de los ansiosos pasajeros hasta que volviera al barco.
Aquella señora, recuerdo muy bien, llevaba dos gigantescas maletas, con las cuales, luego de la autorización del capitán, desembarco sola.
Mirando por la borda, observaba como la señora con un tremendo esfuerzo, arrastraba las maletas por un camino de tierra solitario. En realidad yo no entendía nada, y mis padres supongo que tampoco, porque cuando los miraba buscando respuestas, ellos observaban tan curiosos como mi indagación infante.
Luego de caminar hasta verse pequeñita desde la proa, la señora llegó a un punto igual a cualquier otro de los que recorrió terroso y solitario; colocó las maletas en el piso, una junto a la otra, abrió los cierres y caminó de regreso al muelle.
Aún sin entender absolutamente nada, miraba las maletas y a la GRAN mujer volviendo. A penas la señora puso un pie en el muelle, de los árboles cayeron personas, mujeres en su mayoría, niños y también hombres, quines se abalanzaban desesperados sobre las maletas para sacar todo lo que había en ellas: ropa, comida enlatada y algunos zapatos. Peleaban y se arrebataban las cosas hasta el punto que un policía más vestido como militar que como policía de ciudad, realizó un disparo al aire, dispersando a la multitud.
Las maletas quedaron destruidse en el suelo terroso, y entonces el capitán nos permitió bajar.
De aquel puerto recuerdo eso… onda y tristemente, eso, no como Puerto Rico y su fiesta, ni como las tiendas de aparadores donde embarqué en Miami ni buscar perlas en otro puerto que no recuerdo cuál fue; de Haití llevo en mi memoria tras veinticuatro años, desesperación, pobreza homogénea extrema y una señora que viajando en un crucero donde íbamos de menos trecientas personas, ella sola, solitita, con su esfuerzo para comprar, empacar, llevar las pesadas maletas y arrástralas, trató, con su caridad, de ayudar a un pueblo olvidado por la esperanza, por la justicia y por la humanidad civilizada.
“1985”
En la mañana del 19 de septiembre de 1985, recuerdo a mi madre apurándome para ponerme el uniforme, a gritos. Recuerdo que como a diario, yo estaba con el uniforme puesto, sólo esperando los gritos para salir de la habitación.
Como era costumbre, quien abría el auto era yo. Como de costumbre, esperaba que llegara mi madre a gritar que por culpa de la muchacha y nosotros –mi hermana y yo-, íbamos tarde al colegio.
Pero aquella mañana del 19 de septiembre de 1985, no tendría nada de costumbre.
Aguardando a las mujeres de mi casa en el vehículo, comencé a sentir un violento movimiento, mirando como todo se agitaba de su lugar, sin importar dónde estuviera.
Ningún entrenamiento tenía para lo extraordinario, y el instinto me exigió, salir huyendo del auto, a la calle.
Con esfuerzo pude cruzar al parque frente a mi casa, pararme junto a un árbol que me empujaba, y mirar desde allí al otro lado de la acera, a mi madre y hermana, tratando de llegar a mí sin poder hacerlo.
Segundos de angustia perfectamente disfrazados de eternidad cayeron sobre los habitantes de la Ciudad de México. Segundos tan largos como los segundos sin oxígeno bajo el agua. Segundos marcando una catástrofe de repercusiones en el futuro de miles de ciudadanos, de miles de historias y de la nación.
A penas terminó el terremoto, mi madre vino por mí, para decir: “Vamos, se hace tarde”… Aquel día mi memoria ya esperaba recibir recuerdos, y todos lo que recuerdo son imágenes de áspero dolor.
Nadie en la ciudad entendía lo que pasaba, nadie podía saber cómo actuar. Mi maestra contaba cuentos en vez de dar la clase. Mi padre, que ya no vivía en casa, llegó al colegio con un radio de baterías en la mano, mi hermana en la otra y una mirada que me hizo comprender porqué se escuchaban sirenas sin parar ni un solo segundo.
En la calle caminaba gente llevando otras empanizadas en los brazos. Mi padre no escondía esa realidad, donde podía detenerse a ayudar, lo hacia. Mi madre en casa rezaba. Mi hermana jugaba en su habitación a la muñecas y yo, yo no podía entender nada a pesar de ya poder comprender las cosas.
Noche de insomnio, suceso repetido al punto de hacer a mi madre con la réplica violenta decidir llevarnos a Cuernavaca, donde exiliados de la ciudad, mi padre llamaba para decir: “Los quiero, estoy ayudando en Tlatelolco, en Narvarte y en el Centro con la búsqueda. No se preocupen, estoy bien”.
Alguna vez, en ese esfuerzo, solo, sin nadie más de su familia pero con otros miles de ciudadanos del D.F. ayudando a rescatar personas de entre los escombros, mi padre llamaba diciendo que el ejercito o la judicial los retiraban impidiendo el rescate.
Mi padre, mi amado padre, un hombre de paz y generosidad infinita, jamás se cansó, jamás dijo, me iré, jamás pensó en mi miedo infante y sólo creyó que sus manos eran necesarias donde no había nadie que él conociera.
Si hay dos hechos que han trasformado a México en la sociedad que hoy somos, con un poco más de democracia, de libertad y de búsqueda social de la igualdad, son el 2 de octubre de 1968 y el 19 de septiembre de 1985, dos fechas en que lo mismo que la sociedad haitiana, los mexicanos nos encontramos olvidaos de nuestro gobierno y asistidos por el mundo. Dos fechas en las que luego del recuentro de los daños, comenzamos a crecer y comenzamos a ver por la justicia de otros, para tod@s.
Por ellos, por lo mucho que una persona sola y activa puede ayudar a la transformación de una sociedad, yo les convoco a colaborar en la asistencia a los haitianos, quienes nunca son noticia, salvo que el desastre descomunal los alcance, salvo que a sus vidas condenadas llegue el infortunio del azar de la naturaleza y quizás con ello, los reflectores del mundo para entender, como aquella señora de los ochenta, que en la medida de lo que podamos ayudar, nos hará grandes, mejores y humanos.
Si mañana vas a gastar en algo que quieres pero no necesitas, entonces aporta eso; si mañana pensabas ir a comer a la calle, abre una lata de atún y comprende, destinando ese dinero a los haitianos; si hoy vas embriagarte por el desamor gastando una fortuna, entonces llora con honda tristeza pero mantente sobrio, destinado ese dinero a los haitianos. Si hoy vas a festejar el amor, entonces festéjalo con un acto de amor a quienes no tienen nada. Si la suerte te sonríe y te sobra, compártela, si la suerte te exige, y te limita en los deseos, comparte tu dolor ayudando con tus manos en la Cruz Roja o en la Embajada de Haití en tu localidad, porque si un lugar olvidado por la humanidad sólo es noticia y viral en las redes sociales cuando la nota está en la tele, entonces el mundo pierde la oportunidad de ser justo para tod@s, porque sin chantaje ni infundio de temores, mañana puedes ser tú quien esté olvidado por la indiferencia de la humanidad.
Saludos,
Miguel.
P.D. Disculpen si he posteado e invadido de más estos últimos días sus mails y perfiles, pero creo es trascendente.
Por allá, en el lejano ochenta, viajé con mis padres al Caribe, teniendo en la ruta una parada en Puerto Príncipe, Haití. En realidad no recuerdo mucho de aquel viaje, pues mi memoria estaba aún en ciernes.
Una de las pocas cosas que recuerdo de aquella aventura marítima, tan vívida como si hoy mismo estuviese allí, es a una señora solicitando al capitán poder desembarcar primero, y retener al resto de los ansiosos pasajeros hasta que volviera al barco.
Aquella señora, recuerdo muy bien, llevaba dos gigantescas maletas, con las cuales, luego de la autorización del capitán, desembarco sola.
Mirando por la borda, observaba como la señora con un tremendo esfuerzo, arrastraba las maletas por un camino de tierra solitario. En realidad yo no entendía nada, y mis padres supongo que tampoco, porque cuando los miraba buscando respuestas, ellos observaban tan curiosos como mi indagación infante.
Luego de caminar hasta verse pequeñita desde la proa, la señora llegó a un punto igual a cualquier otro de los que recorrió terroso y solitario; colocó las maletas en el piso, una junto a la otra, abrió los cierres y caminó de regreso al muelle.
Aún sin entender absolutamente nada, miraba las maletas y a la GRAN mujer volviendo. A penas la señora puso un pie en el muelle, de los árboles cayeron personas, mujeres en su mayoría, niños y también hombres, quines se abalanzaban desesperados sobre las maletas para sacar todo lo que había en ellas: ropa, comida enlatada y algunos zapatos. Peleaban y se arrebataban las cosas hasta el punto que un policía más vestido como militar que como policía de ciudad, realizó un disparo al aire, dispersando a la multitud.
Las maletas quedaron destruidse en el suelo terroso, y entonces el capitán nos permitió bajar.
De aquel puerto recuerdo eso… onda y tristemente, eso, no como Puerto Rico y su fiesta, ni como las tiendas de aparadores donde embarqué en Miami ni buscar perlas en otro puerto que no recuerdo cuál fue; de Haití llevo en mi memoria tras veinticuatro años, desesperación, pobreza homogénea extrema y una señora que viajando en un crucero donde íbamos de menos trecientas personas, ella sola, solitita, con su esfuerzo para comprar, empacar, llevar las pesadas maletas y arrástralas, trató, con su caridad, de ayudar a un pueblo olvidado por la esperanza, por la justicia y por la humanidad civilizada.
“1985”
En la mañana del 19 de septiembre de 1985, recuerdo a mi madre apurándome para ponerme el uniforme, a gritos. Recuerdo que como a diario, yo estaba con el uniforme puesto, sólo esperando los gritos para salir de la habitación.
Como era costumbre, quien abría el auto era yo. Como de costumbre, esperaba que llegara mi madre a gritar que por culpa de la muchacha y nosotros –mi hermana y yo-, íbamos tarde al colegio.
Pero aquella mañana del 19 de septiembre de 1985, no tendría nada de costumbre.
Aguardando a las mujeres de mi casa en el vehículo, comencé a sentir un violento movimiento, mirando como todo se agitaba de su lugar, sin importar dónde estuviera.
Ningún entrenamiento tenía para lo extraordinario, y el instinto me exigió, salir huyendo del auto, a la calle.
Con esfuerzo pude cruzar al parque frente a mi casa, pararme junto a un árbol que me empujaba, y mirar desde allí al otro lado de la acera, a mi madre y hermana, tratando de llegar a mí sin poder hacerlo.
Segundos de angustia perfectamente disfrazados de eternidad cayeron sobre los habitantes de la Ciudad de México. Segundos tan largos como los segundos sin oxígeno bajo el agua. Segundos marcando una catástrofe de repercusiones en el futuro de miles de ciudadanos, de miles de historias y de la nación.
A penas terminó el terremoto, mi madre vino por mí, para decir: “Vamos, se hace tarde”… Aquel día mi memoria ya esperaba recibir recuerdos, y todos lo que recuerdo son imágenes de áspero dolor.
Nadie en la ciudad entendía lo que pasaba, nadie podía saber cómo actuar. Mi maestra contaba cuentos en vez de dar la clase. Mi padre, que ya no vivía en casa, llegó al colegio con un radio de baterías en la mano, mi hermana en la otra y una mirada que me hizo comprender porqué se escuchaban sirenas sin parar ni un solo segundo.
En la calle caminaba gente llevando otras empanizadas en los brazos. Mi padre no escondía esa realidad, donde podía detenerse a ayudar, lo hacia. Mi madre en casa rezaba. Mi hermana jugaba en su habitación a la muñecas y yo, yo no podía entender nada a pesar de ya poder comprender las cosas.
Noche de insomnio, suceso repetido al punto de hacer a mi madre con la réplica violenta decidir llevarnos a Cuernavaca, donde exiliados de la ciudad, mi padre llamaba para decir: “Los quiero, estoy ayudando en Tlatelolco, en Narvarte y en el Centro con la búsqueda. No se preocupen, estoy bien”.
Alguna vez, en ese esfuerzo, solo, sin nadie más de su familia pero con otros miles de ciudadanos del D.F. ayudando a rescatar personas de entre los escombros, mi padre llamaba diciendo que el ejercito o la judicial los retiraban impidiendo el rescate.
Mi padre, mi amado padre, un hombre de paz y generosidad infinita, jamás se cansó, jamás dijo, me iré, jamás pensó en mi miedo infante y sólo creyó que sus manos eran necesarias donde no había nadie que él conociera.
Si hay dos hechos que han trasformado a México en la sociedad que hoy somos, con un poco más de democracia, de libertad y de búsqueda social de la igualdad, son el 2 de octubre de 1968 y el 19 de septiembre de 1985, dos fechas en que lo mismo que la sociedad haitiana, los mexicanos nos encontramos olvidaos de nuestro gobierno y asistidos por el mundo. Dos fechas en las que luego del recuentro de los daños, comenzamos a crecer y comenzamos a ver por la justicia de otros, para tod@s.
Por ellos, por lo mucho que una persona sola y activa puede ayudar a la transformación de una sociedad, yo les convoco a colaborar en la asistencia a los haitianos, quienes nunca son noticia, salvo que el desastre descomunal los alcance, salvo que a sus vidas condenadas llegue el infortunio del azar de la naturaleza y quizás con ello, los reflectores del mundo para entender, como aquella señora de los ochenta, que en la medida de lo que podamos ayudar, nos hará grandes, mejores y humanos.
Si mañana vas a gastar en algo que quieres pero no necesitas, entonces aporta eso; si mañana pensabas ir a comer a la calle, abre una lata de atún y comprende, destinando ese dinero a los haitianos; si hoy vas embriagarte por el desamor gastando una fortuna, entonces llora con honda tristeza pero mantente sobrio, destinado ese dinero a los haitianos. Si hoy vas a festejar el amor, entonces festéjalo con un acto de amor a quienes no tienen nada. Si la suerte te sonríe y te sobra, compártela, si la suerte te exige, y te limita en los deseos, comparte tu dolor ayudando con tus manos en la Cruz Roja o en la Embajada de Haití en tu localidad, porque si un lugar olvidado por la humanidad sólo es noticia y viral en las redes sociales cuando la nota está en la tele, entonces el mundo pierde la oportunidad de ser justo para tod@s, porque sin chantaje ni infundio de temores, mañana puedes ser tú quien esté olvidado por la indiferencia de la humanidad.
Saludos,
Miguel.
P.D. Disculpen si he posteado e invadido de más estos últimos días sus mails y perfiles, pero creo es trascendente.
Con autorización previa del autor, transcribo esta nota.
Y sí, al mundo le duele Haití.
José Manuel
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