sábado, 14 de julio de 2012

14 DE JULIO por Jorge Rendón Vásquez


 

Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Chevalier de l’Ordre National du Mérite de Francia.

El 14 de julio es el día nacional de la República Francesa. Pero conmemora también el acceso a la igualdad ante la ley de todos los seres humanos.
Hasta la Revolución Francesa de 1789, era general y oficial la creencia de que el poder de mandar sobre la población procedía de Dios y se concentraba en unas pocas familias de nobles, uno de cuyos miembros lo asumía de manera absoluta, y, a su muerte, lo transmitía a su primogénito, como un bien patrimonial. La Iglesia Católica santificaba esta creencia y aseguraba su difusión y persistencia. El rey o el monarca delegaban una parte de su poder, el necesario para el gobierno de la población, en miembros de la nobleza: duques, condes, marqueses e hidalgos de sangre. Era el gobierno de los ricos, que se habían apoderado de la tierra, el medio de producción más importante, y se imponía a los demás: burguesía, campesinos, artesanos y otros trabajadores.
Durante más de un siglo, la burguesía se había preparado ideológicamente para acabar con esta manera de pensar. Su filosofía se decantó, finalmente, como la teoría del contrato social que elaboraron John Locke y Thomas Hobbes en Inglaterra, y, con más precisión y claridad, Jean Jacques Rousseau en Francia. Esta construcción conceptual, dotada de la simplicidad de los axiomas sociales, afirma que en un tiempo inmemorial, en el estado de naturaleza, los seres humanos fueron libres y que, para afrontar los peligros, satisfacer sus necesidades comunes y evitar destruirse a sí mismos, se asociaron y decidieron por propia voluntad constituir un orden social y un gobierno; que este derecho les había sido usurpado y que debían volver a ser libres y a organizar la sociedad por su voluntad común, exteriorizada como un contrato social. Nunca se probó que el estado de naturaleza hubiera existido, y a muy pocos les interesaba hacerlo. Pero sí fue evidente para todos, menos para los reyes y nobles, sus esbirros civiles y militares y los jerarcas de la Iglesia Católica, que los seres humanos nacen libres y que el poder de mandar surge de la unión y del contrato social de todos.
Cuando la preparación ideológica para el cambio saturó a la “burguesía de los negocios” y a “la burguesía del talento”, a los modestos miembros del bajo clero, a los nobles venidos a menos y a los campesinos y obreros más despiertos, bastó una chispa para desencadenar la revolución. Ésta fue el relevo del ministro de Finanzas Necker el domingo 12 de julio de 1789. Ese mismo día comenzaron las manifestaciones de protesta en París, acaudilladas por los miembros de los clubes y logias de conspiradores libertarios. Por la tarde, la caballería alemana, que María Antonieta había hecho traer, disparó sobre el pueblo matando a varios manifestantes. En respuesta, la multitud, de ser sólo unos centenares, llegó a varios millares al día siguiente. Salía sobre todo de los barrios populares de Saint Antoine y Saint Marcel, clamaba venganza y pedía armas. El 14 de julio, temprano, Marat informó al pueblo enardecido que en el cuartel Les Invalides había veinte mil fusiles, y hacia allí marchó una columna. Otra, de unas quinientas personas se concentró frente a la formidable fortaleza de la Bastilla, una prisión a la que se entraba por una lettre de cachet, y de la que casi nunca se salía. La lettre de cachet era una orden que algunos funcionarios podían firmar y vender, por delegación del Rey, para el encarcelamiento de alguna persona sin expresión de causa. Siendo la Bastilla el símbolo de la tiranía, el pueblo entendió que su primer deber revolucionario era tomarla y destruirla. El señor de Launay, un noble propietario de la gobernación de esta fortaleza, al recibir a un emisario de la multitud que lo conminó a retirar los cañones y rendirse sostuvo con él el siguiente diálogo, relatado por Alejadro Dumas en su novela Ange Pitou:
“—Los cañones del Rey están allí por orden del Rey; serán retirados sólo por una orden del Rey —manifestó el Gobernador.
—Señor de Launay —dijo Billot, sintiendo sus palabras engrandecerse y ascender a la altura de la situación—, el verdadero Rey es aquél a quien que yo os aconsejo obedecer. Está allí.
Y mostró al Gobernador la gris multitud, ensangrentada por el combate de la víspera, y ondulando ante las fosas, con sus armas relucientes por el sol.”
No hubo trato. El Gobernador, sin inmutarse, hizo disparar los cañones por las almenas, matando a un número mayor de personas tras cada salva. Pero la cerrada multitud, de varias decenas de miles ya, no se dispersaba y volvía a la carga con más decisión y odio. Era un odio acumulado durante siglos del que había huido el miedo. Evacuados los muertos y heridos, nuevos contigentes de ciudadanos, altivos y desafiantes ante la muerte, cubrían los vacíos. El pueblo de París había comprendido que pagaba el alto precio de la libertad cobrado por los tiranos. Cuando la multitud logró hacer caer el puente y derribar la puerta con los disparos de cuatro cañones sacados de Les Invalides, ingresó a la fortaleza y la tomó. Eran las cinco de la tarde. De Launay y los que habían disparado sobre la multitud, en la que se contó más de cien muertos, fueron ejecutados. Al día siguiente comenzó la demolición de La Bastilla. Ahora, en la plaza, una oscura línea al nivel de las veredas y la calzada señala el lugar donde antes se alzaba esa tétrica fortaleza.
Mientras el pueblo tenía lo suyo en todas las ciudades y aldeas de Francia, los representantes del tercer Estado, convertido en la Asamblea Nacional, seguían deliberando en Versalles, haciendo aún equilibrios internos para contrapesar el poder del Rey, y sin perder de vista su objetivo fundamental: abatir el feudalismo y asumir a plenitud el poder político en una nueva sociedad organizada según el contrato social. El 11 de agosto, aprobaron el decreto por el cual “La Asamblea Nacional destruye enteramente el régimen feudal”, se consagra el fin de los privilegios personales, la admisión de todos a los empleos públicos, la justicia gratuita e igual para todos, la abolición de la servidumbre personal en todas sus formas y la supresión del diezmo y otras exacciones eclesiásticas.
La declaración de la igualdad de todos ante la ley, por la cual cada ciudadano, rico, pobre, hombre o mujer, sólo tiene un voto; la conformación de los poderes del Estado por elección popular; y la independencia de estos poderes, como había enseñado Montesquieu, fue proclamada en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional el 26 de agosto de 1789.
Este documento ha sido renovado y extendido en su contenido por la Declaración de los Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas, en Paris, el 10 de diciembre de 1948. Es el estatuto mínimo de derechos de todo ser humano.
En 1989, cuando se celebraban los doscientos años de la Revolución Francesa, más allá de las fanfarrias oficiales y del colorido desfile militar por la Place de l’Etoile y Les Champs Elisées, la alegría iluminaba los rostros de sus habitantes y en ellos se podía leer su satisfacción por vivir en una sociedad nacida de la Revolución, a la que se habían añadido las conquistas sociales alcanzadas con tanto sacrificio y valentía desde entonces. Viéndolos, yo pensaba con gratitud cuánto debía la humanidad a esa Revolución y a los hombres y mujeres que se batieron para hacerla.
(14/7/2012)

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