La Crisis de la Euro zona es sólo un nuevo episodio del ataque sistemático al Estado del Bienestar iniciado en los años setenta, fortalecido en los 90's con el neoliberalismo, reformulado en la actual crisis financiera, y que nos deja indefensos contra la voracidad de todos aquellos que atentan contra nuestros Derechos Sociales y Laborales.
El Estado de Bienestar se encuentra sometido a una crisis estructural cuya evolución aboca a su desmantelamiento, según las interpretaciones vinculadas a la ortodoxia liberal, o bien a un nuevo modelo más acorde con las actuales condiciones económicas y sociales, según otras interpretaciones.
Para entender los riesgos reales, para nuestra seguridad económica y para el eficaz ejercicio de los Derechos Sociales y Laborales, en el desmantelamiento del Estado del Bienestar, es necesaria una reflexión colectiva sobre los paradigmas doctrinales del Estado del Bienestar y sobre su papel en la creación del modelo comunitario.
Se ha sostenido que si Keynes proporcionó la justificación económica del Estado de Bienestar, Beveridge lo hizo desde la perspectiva social. Fue a partir de su informe, elaborado en 1942, cuando el concepto de seguridad social adquiere repercusiones teóricas y prácticas. Informe que formateó las opciones estrategicas del gobierno de MacMillan en Inglaterra y que, si bien no es citado en el texto, es subyacente al espirito del Tratado de Roma.
Una de las principales aportaciones del Informe Beveridge consistió en la elaboración de un proyecto completo de seguros (enfermedad, desempleo, incapacidad por accidentes y enfermedades laborales, viudedad, vejez, gastos de entierro, subvenciones a los niños y aprendizaje de nuevas ocupaciones) que abarcaba a todos los ciudadanos.
El Seguro Nacional se entendió como el mínimo de ingresos que debía garantizarse a todas las personas. Además, ese ingreso mínimo se entendió como un derecho que, por otra parte, sería compatible con el seguro privado, es decir, se trataba de garantizar una renta mínima de subsistencia.
También se preveía la asistencia nacional proporcionada directamente por el Estado, previa comprobación de rentas de aquellos individuos necesitados que no pudiesen contribuir al sistema de la seguridad social.
Un aspecto innovador era la previsión de contribuciones uniforme. Beveridge llega a la conclusión de que, en la práctica, la asistencia nacional no conducía a la supresión de la indigencia porque en un gran número de casos los ciudadanos se aguantarían con ella antes que someterse a una investigación de sus necesidades y recursos.
En definitiva, el informe deja claro que la generalización de los seguros no sólo se guiaba por el objetivo de ampliar el número de sus beneficiarios, sino también por la necesidad, desde el punto de vista financiero, de extender el número de cotizantes.
Por otra parte, de acuerdo con este principio, no se pretendía establecer, al menos directamente, una redistribución de la riqueza, que sí se hubiese obtenido a través de la combinación de prestaciones uniformes con cotizaciones proporcionales al salario.
El informe Beveridge incorporaba seis principios fundamentales:
- 1.-Prestaciones uniformes, con independencia del nivel de renta del asegurado.
- 2.-Contribuciones únicas y uniformes, siendo irrelevante la cuantía de los recursos del asegurado.
- 3.-Gestión administrativa unificada, que implicaba que los asegurados debían pagar una contribución única semanalmente, cotizando con ella todas las prestaciones.
- 4.-Suficiencia de las prestaciones, tanto en relación a la cuantía como a la duración, sin necesidad de otros recursos.
- 5.-Amplitud del ámbito de aplicación, tanto con respecto a las personas beneficiarias como a los riesgos que tenían que protegerse.
- 6.-Diferenciación. Este último principio supone que la seguridad social se aplicaría teniendo en cuenta los diferentes modos de vida de los asegurados.
La repercusión del Informe Beveridge se explica, en parte, porque la seguridad económica era un valor dominante en la opinión pública de la posguerra, además probablemente la misma guerra desencadenada en 1939 y terminada en el 1945, fue un factor decisivo en este sentido.
El acontecimiento bélico demostró que la inseguridad era un riesgo colectivo; por otra parte y con anterioridad, la crisis económica de los años treinta había mermado la eficacia de los mecanismos de capitalización del sector privado y limitó la confianza depositada en él. Se creía que las políticas sociales eran necesarias para todos y no sólo para los más menesterosos.
Aunque es usual utilizar la categoría genérica de Estado de Bienestar, pueden distinguirse varios modelos. Una de las clasificaciones con más vigor es la realizada por Titmuss; en síntesis, distingue tres modelos:
- 1.-El institucional. Se caracteriza porque el Estado goza de un importante cometido en la provisión del bienestar, los programas son universales, es decir, se dirigen al conjunto de la población y no se encuentran sometidos a condiciones. Además, las prestaciones son generosas, tanto por los riesgos que cubren como por su calidad. Representativos de este modelo son, por ejemplo, Finlandia, Noruega o Suecia.
- 2.-El residual. El Estado posee una función mínima como proveedor del bienestar. El mercado y la familia ocupan un lugar predominante. El Estado es subsidiario, sólo interviene cuando falla la familia y el mercado. Las prestaciones públicas características son las asistenciales, las transferencias son selectivas, están sometidas a la comprobación de recursos y son de baja calidad. Es el caso de EEUU y Canadá.
- 3.-El corporativista o de “logro personal-resultado profesional”. El derecho a las prestaciones es consecuencia del contrato de trabajo y están relacionadas con las aportaciones realizadas. A este modelo se adecuaría, por ejemplo, Alemania.
El consenso sobre el que reposó el Estado de Bienestar se rompió a mediados de los años setenta del siglo XX; desde entonces, se han producido cambios económicos, sociales e ideológicos que han llevado a cuestionar su viabilidad. Incluso se ha llegado a mantener que se trata de un modelo insostenible. El estancamiento de la economía en 1973, con sus consecuencias de paro e inflación, fue el detonante de su cuestionamiento; es obvio que el desempleo plantea un problema de financiación al aumentar los gastos sociales y disminuir los ingresos.
La mundialización de la economía es otro de los factores que impone límites a las políticas de bienestar. La apertura de las fronteras al comercio internacional aumenta la competitividad; los países que asumen costos de protección social más bajos poseen mayores ventajas para competir en los mercados mundiales, lo que genera presiones tendentes a reducirlos. Las diferencias de los costos laborales se han podido mantener debido, en parte, a la distinta cualificación de los trabajadores y a la calidad de los productos entre los países.
Por otro lado, la eliminación de los controles sobre el capital permite la movilidad de éste; la capacidad de los gobiernos para gravarlo se reduce. La autonomía estatal para establecer políticas de empleo también disminuye; los Estados se ven obligados a favorecer la entrada de capital a fin de satisfacer las demandas de trabajo, lo que les impulsa a establecer condiciones ventajosas a la inversión, entre ellas la reducción de los impuestos sobre las sociedades y las rentas del capital.
Otro de los cambios sociales a los que se enfrenta el Estado de Bienestar en los últimos decenios deriva de la evolución demográfica; ésta tiende al envejecimiento de la población ocasionada por el descenso de la natalidad y por el aumento de la esperanza de vida que, junto con la disminución de la duración media de la vida laboral, conduce al deterioro de la relación entre activos y pensionistas.
A todas estas dificultades, algunos autores añaden la transformación de la economía. La economía postindustrial se caracteriza porque la capacidad de crear empleo depende de los servicios y porque la mano de obra necesita flexibilidad para la inserción en el mercado de trabajo, lo que supone una trayectoria laboral menos estable.
Antes, las prestaciones se concentraban, sobre todo, en el periodo de la infancia y de la vejez; por el contrario, en la economía postindustrial, los riesgos surgen en la fase activa del ciclo vital. El desarrollo del sector servicio, ya sea por la escasez de los espacios rentables para el capital o bien por el aumento de su demanda, puede ser otra de las razones que presionen a favor de la privatización de los servicios públicos y, en último caso, del debilitamiento del Estado del Bienestar.
La modificación de la estructura laboral se aduce como otro cambio más. Mientras que antes las condiciones de trabajo y el consumo eran más homogéneos, en la actualidad las nuevas transformaciones tecnológicas y la movilidad en el trabajo originan una estructura laboral más fragmentada, caracterizada por un amplio grupo de profesionales cualificados en los niveles superiores.
Esa diversidad profesional coloca nuevos retos a la aplicación de prestaciones universales. Se argumenta además que una manifestación de la presunta crisis del Estado de Bienestar es fruto del debilitamiento del movimiento sindical y de los partidos políticos defensores de la protección social.
Por último, es necesario considerar también los cambios ideológicos. La distribución de la renta, la igualdad o la seguridad han cedido su lugar a otros valores postmateriales, tales como la defensa de los derechos humanos, de la paz, del entorno o la igualdad de género. Es indudable que el neoliberalismo adquirió predominio a finales del siglo XX, frente a otras corrientes liberales partidarias de la responsabilidad estatal en la provisión de los bienes sociales.
Sin embargo, lo que no entiendo, lo que muchos de nosotros no entendemos es porque la seguridad económica y laboral de los individuos, del trabajador, del padre de familia dejó de ser un factor decisivo en la construcción de las políticas públicas.
Aquí reside el motor de los movimientos de los “indignados”.
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